Tengo el libro Meditaciones sobre el gusto, desde hace un tiempo, y admito que por falta de tiempo y a veces de voluntad, está simplemente empezado.
Aquí un reportaje a su autor, muy interesante.
Los intelectuales y el país de hoy
"Los argentinos lo exageran todo en su afán de aparentar"
Lo dice el sociólogo Matías Bruera, que investigó la moda de la cocina gourmet
Intrigado por la identidad de los argentinos, el sociólogo Matías Bruera se dedicó a observar el paisaje nacional a través del cristal de la producción y el consumo de alimentos. Lo primero que vio fue un catálogo de contradicciones, un país que se bambolea entre los extremos: del granero del mundo a las ollas populares; de la gente que busca el pan en las bolsas de residuos a los paladares bulímicos de novedades gustativas en el circuito gourmet; de la pampa pródiga en materia de alimentos naturales al “terruño panorámicamente homogéneo de un monocultivo como la soja forrajera”. Con esa colección de opuestos, Bruera buceó en la historia y la literatura para tratar de entender quiénes somos los argentinos. “Los argentinos tienen todo el tiempo el afán de aparentar ser algo y todo lo exageran. Ahora es el mundo gourmet, como antes fueron las canchas de paddle o las mesas de pool”, dice Bruera. De sus investigaciones surgieron los libros Meditaciones sobre el gusto y La Argentina fermentada, publicados por Paidós, que serán traducidos al inglés y distribuidos internacionalmente por Peter Lang, una editorial suiza radicada en Inglaterra. Nacido en Buenos Aires en 1967, Bruera es investigador y profesor de Historia de las Ideas en las universidades de Buenos Aires y de Quilmes e integrante del grupo editor de la revista Pensamiento de los Confines . -¿Cómo surge la fascinación por el mundo gourmet? -El auge del mundo gourmet se da como un proceso de globalización. Eso habla de las formas de consumo. El consumo más distinguido va en aumento, tanto en los vinos como en los alimentos. En nuestro país, esa tendencia aparece absolutamente exacerbada, como todo lo que ocurre en la cultura argentina. Mi interés en pensar el tema de la alimentación en la Argentina es parte de la obsesión que comparto con muchos otros intelectuales y que consiste en tratar de discernir el problema de identidad que tenemos los argentinos: no sabemos qué es lo que somos. Tal vez sólo nos quedemos con la definición de Sarmiento, que dice que "argentino" es anagrama de "ignorante". Pero me parece que eso es demasiado poco, aunque funciona como un disparador provocativo para pensar nuestra identidad. -¿Cuándo advirtió que el tema de la alimentación le serviría para reflexionar sobre la identidad de los argentinos? -En la Argentina, la debacle social se produjo de un día para el otro. Fue cuando se decretó que ya no existiría la convertibilidad. En consecuencia, la mitad de la gente ya no pudo comer. Si bien no sabemos lo que somos, el mito de la Argentina como granero del mundo sigue siendo muy fuerte. De hecho, un cálculo reciente dice que la Argentina puede producir alimentos para trescientos millones de personas. Me asombré al advertir que un país que produce un exceso de alimentos no puede darle de comer a la mitad de su población. Recuerdo que un día saqué la bolsa de la basura a la calle y de inmediato vino alguien a revisarla. Algo raro estaba pasando, porque en medio de esa crisis terrible se producía la exacerbación de la tendencia hacia el refinamiento alimentario. Entonces empecé a pensar al mundo gourmet como oclusivo respecto de la cuestión del hambre. En la Argentina, el mundo gourmet se ha convertido en un programa, en una estética y en una ética frente a la desprotección, al hambre y al reparto de alimentos. Como toda idealización, el mundo gourmet es una forma de rechazo: privilegia el parecer contra el ser y lo individual frente a lo social. En un caos social como el de 2001, esa pasión exagerada por el gusto vino a ocluir el tema del hambre. La situación de afinar los paladares en un momento en que la Argentina no podía sentar a la mesa a la mitad de su población me resultaba una impudicia. -Los que afinaban el paladar mientras otros se caían del mapa tal vez estuvieran buscando el reaseguro de seguir perteneciendo -Es muy posible que tenga que ver con eso. La idealización como forma de rechazo consiste en no querer ver lo que está pasando, en no querer hacerse cargo de la situación y en comportarse como si viviéramos en el mejor país del mundo. El tema de la convertibilidad aún no ha sido estudiado en el nivel cultural. El uno a uno, con su imaginario de igualdad respecto del Primer Mundo, tuvo mucho poder y fue tan bien construido que todavía no ha sido seriamente pensado. El mundo gourmet también funcionó de esa manera. En la Argentina, todo se convierte en algo sintomático, todo es exacerbado. La cultura argentina no puede pensar en el nivel prospectivo; piensa sólo en circunstancias actuales y concretas. En el ámbito alimentario, esa actitud se ve muy claramente: la Argentina casi no se ha puesto a pensar en el aspecto productivo. -¿Quién es el responsable de la falta de atención al problema de la producción de alimentos? -En este sentido, yo le hago una crítica al progresismo, porque después de la debacle de 2001 considera que el único problema alimentario es el distributivo. Así han surgido miles de ollas populares y gente comiendo en las calles. El actual gobierno sigue esa línea: se preocupa por la distribución, que, obviamente, es importante, pero no puede pensar en lo productivo. El mundo gourmet muestra una diversificación del gusto, pero, al mismo tiempo, hay una homogeneización productiva. Cada vez se destina más cantidad de hectáreas al cultivo de soja. Está bien: los beneficios son reales. Eso llena las arcas del Estado y hace al aspecto distributivo, pero, ¿cómo sigue esta cuestión en el nivel productivo? Con independencia del mito del granero del mundo, la Argentina produce insumos con poco valor agregado, y ningún país crece sólo con eso, porque la situación actual es diferente de la que se vivía a mitad del siglo pasado, cuando se construyó la Argentina. -¿Por qué tenemos los argentinos tamaña tendencia a la exageración? -En toda la ensayística argentina y en los autores extranjeros que tienen una mirada lúcida sobre nuestro país, se advierte que la Argentina es pura forma. José Ortega y Gasset habló de eso cuando recorrió la pampa: la Argentina intenta ser, pero, como no puede ser, es falsamente. En palabras de Witold Gombrowicz, la Argentina es una masa que no llega a ser pastel. Todo el tiempo tiene el afán de aparentar ser algo, y todo es exagerado. Ahora es el mundo gourmet, pero antes fueron las canchas de paddle o las mesas de pool. Lo que no se puede negar es que los medios se subieron a ese caballo de un modo impresionante: todas las publicaciones tienen una sección de comida o de vinos, incluso las que antes eran revistas de información general. Kant advirtió la cuestión de la subjetividad del gusto y se adelantó a los gastrónomos franceses, que apostaban a una fisiología del gusto en el siglo XIX. Lo curioso es que todos estos gastrónomos que intentaban ordenar el gusto venían del mundo de la ley. Hoy, los críticos de vinos repiten el mismo esquema respecto del modo de beber. Y, además, lo hacen, pero a la manera argentina: exacerbadamente. Hablan de "maridaje", de cómo combinar un plato y un vino, describen el gusto del vino: a madera, a grosella, a tabaco, etc. En definitiva, los críticos funcionan como la publicidad: objetivan los sentidos e idealizan el producto. Pero cualquier intento de ordenar el gusto es un intento fallido, porque el gusto escapa a toda reducción y a toda ciencia. En general, el gusto de uno dice más sobre uno mismo que sobre la cosa que aprecia. Y lo que tratan de hacer los críticos es justo lo contrario: objetivar, como si el gusto tuviera que ser una determinada cosa. -¿Por qué, en la Argentina actual, quien no gusta del sushi es mirado como un analfabeto en cuestiones culinarias? -El sushi apareció como un esnobismo más, del mismo modo que ahora existe el esnobismo de los vinos de postre. El sushi ha quedado impuesto como algo más distinguido que, por ejemplo, la comida polaca. Eso tiene cierta explicación: la comida polaca está muy basada en la papa, que es un elemento barato en la Argentina, mientras que el sushi encierra la sofisticación de comer pescado crudo con un armado especial. Roland Barthes, en Mitologías , habla de la "construcción de los platos", y el sushi tiene mucho de la ambición de querer consagrar lo culinario como algo artístico. Ocurre que el mundo gourmet está absolutamente ligado al mercado y funciona con sus reglas. A mí no me incomoda tanto el auge del sushi como la denominada "cocina fusión", a la que yo llamo "cocina confusión". Eso también tiene cierta lógica para el imaginario argentino, porque lo que ofrece es una mixtura de muchos ámbitos culinarios y uno no sabe bien qué está comiendo. Hay una frase de Miguel Brascó en De criaturas triviales y antiguas guerras que yo siempre rescato: "Ni siquiera somos hijos de las circunstancias, sino de las apariencias", escribió Brascó. Eso es el mundo gourmet. -¿Cómo se resuelve en el imaginario social la contradicción entre las propuestas del mundo gourmet y el mandato de la flacura extrema? -Las clases populares se expresan en anatomías voluptuosas y circunscriptas a la cuestión del alimento como condición del ser, porque quien recoge cosas de la basura necesita sobrevivir. Las clases medias y las altas, en cambio, privilegian la forma y el parecer, es decir, consumen alimentos más digestivos y menos calóricos. En general, el deseo alimentario siempre se corresponde con un ideal estético. -Pero el ideal estético de la delgadez no anula el deseo que nos despierta el chocolate, por ejemplo -Eso es real. Hay una tendencia a comer cosas dulces y no amargas. No es casualidad que la mayoría de las empresas de comida rápida le pongan azúcar a la mayoría de los alimentos, incluidas las hamburguesas y las ensaladas. Lo hacen en función del impulso primario que nos lleva a acercarnos más a lo dulce que a lo amargo. Yo vinculo mucho el tema de la palabra con la comida porque, en materia de sabores, la lexicalización es muy elocuente. Fijate que de alguien agradable se dice que es un dulce; de alguien lindo o deseable, que es un bombón. Por el contrario, para aludir a una persona aburrida decimos que es un amargo. -¿Qué futuro le ve al movimiento slow food , la comida lenta, en su pelea contra el fast food ? -El slow food es una moda y también una cuestión reactiva: lo lento frente a lo rápido. Creo que en la sociedad actual es difícil privilegiar la espera. El orgasmo es la espera más interesante que hay y, sin embargo, esta sociedad lo quiere todo rápido. Yo pienso que el verdadero problema no reside en comer rápido o lento, sino en la decisión de quién come y quién no. Hay un dato que es crucial: en un planeta con seis mil millones de habitantes, la cantidad de sobrealimentados es igual que la de subalimentados: mil doscientos millones. -¿Los militantes del movimiento slow son sólo un grupo de románticos? -Ojalá fueran románticos. Yo creo que el movimiento slow es una tendencia del mercado. En mi opinión, nada que venga del mundo gourmet está libre de una impronta mercantil. La propuesta del slow food consiste en proveer de más posibilidades a este mundo, que mueve una cantidad de dinero infinita. Por Adriana Schettini Para LA NACION
"Los argentinos lo exageran todo en su afán de aparentar"
Lo dice el sociólogo Matías Bruera, que investigó la moda de la cocina gourmet
Intrigado por la identidad de los argentinos, el sociólogo Matías Bruera se dedicó a observar el paisaje nacional a través del cristal de la producción y el consumo de alimentos. Lo primero que vio fue un catálogo de contradicciones, un país que se bambolea entre los extremos: del granero del mundo a las ollas populares; de la gente que busca el pan en las bolsas de residuos a los paladares bulímicos de novedades gustativas en el circuito gourmet; de la pampa pródiga en materia de alimentos naturales al “terruño panorámicamente homogéneo de un monocultivo como la soja forrajera”. Con esa colección de opuestos, Bruera buceó en la historia y la literatura para tratar de entender quiénes somos los argentinos. “Los argentinos tienen todo el tiempo el afán de aparentar ser algo y todo lo exageran. Ahora es el mundo gourmet, como antes fueron las canchas de paddle o las mesas de pool”, dice Bruera. De sus investigaciones surgieron los libros Meditaciones sobre el gusto y La Argentina fermentada, publicados por Paidós, que serán traducidos al inglés y distribuidos internacionalmente por Peter Lang, una editorial suiza radicada en Inglaterra. Nacido en Buenos Aires en 1967, Bruera es investigador y profesor de Historia de las Ideas en las universidades de Buenos Aires y de Quilmes e integrante del grupo editor de la revista Pensamiento de los Confines . -¿Cómo surge la fascinación por el mundo gourmet? -El auge del mundo gourmet se da como un proceso de globalización. Eso habla de las formas de consumo. El consumo más distinguido va en aumento, tanto en los vinos como en los alimentos. En nuestro país, esa tendencia aparece absolutamente exacerbada, como todo lo que ocurre en la cultura argentina. Mi interés en pensar el tema de la alimentación en la Argentina es parte de la obsesión que comparto con muchos otros intelectuales y que consiste en tratar de discernir el problema de identidad que tenemos los argentinos: no sabemos qué es lo que somos. Tal vez sólo nos quedemos con la definición de Sarmiento, que dice que "argentino" es anagrama de "ignorante". Pero me parece que eso es demasiado poco, aunque funciona como un disparador provocativo para pensar nuestra identidad. -¿Cuándo advirtió que el tema de la alimentación le serviría para reflexionar sobre la identidad de los argentinos? -En la Argentina, la debacle social se produjo de un día para el otro. Fue cuando se decretó que ya no existiría la convertibilidad. En consecuencia, la mitad de la gente ya no pudo comer. Si bien no sabemos lo que somos, el mito de la Argentina como granero del mundo sigue siendo muy fuerte. De hecho, un cálculo reciente dice que la Argentina puede producir alimentos para trescientos millones de personas. Me asombré al advertir que un país que produce un exceso de alimentos no puede darle de comer a la mitad de su población. Recuerdo que un día saqué la bolsa de la basura a la calle y de inmediato vino alguien a revisarla. Algo raro estaba pasando, porque en medio de esa crisis terrible se producía la exacerbación de la tendencia hacia el refinamiento alimentario. Entonces empecé a pensar al mundo gourmet como oclusivo respecto de la cuestión del hambre. En la Argentina, el mundo gourmet se ha convertido en un programa, en una estética y en una ética frente a la desprotección, al hambre y al reparto de alimentos. Como toda idealización, el mundo gourmet es una forma de rechazo: privilegia el parecer contra el ser y lo individual frente a lo social. En un caos social como el de 2001, esa pasión exagerada por el gusto vino a ocluir el tema del hambre. La situación de afinar los paladares en un momento en que la Argentina no podía sentar a la mesa a la mitad de su población me resultaba una impudicia. -Los que afinaban el paladar mientras otros se caían del mapa tal vez estuvieran buscando el reaseguro de seguir perteneciendo -Es muy posible que tenga que ver con eso. La idealización como forma de rechazo consiste en no querer ver lo que está pasando, en no querer hacerse cargo de la situación y en comportarse como si viviéramos en el mejor país del mundo. El tema de la convertibilidad aún no ha sido estudiado en el nivel cultural. El uno a uno, con su imaginario de igualdad respecto del Primer Mundo, tuvo mucho poder y fue tan bien construido que todavía no ha sido seriamente pensado. El mundo gourmet también funcionó de esa manera. En la Argentina, todo se convierte en algo sintomático, todo es exacerbado. La cultura argentina no puede pensar en el nivel prospectivo; piensa sólo en circunstancias actuales y concretas. En el ámbito alimentario, esa actitud se ve muy claramente: la Argentina casi no se ha puesto a pensar en el aspecto productivo. -¿Quién es el responsable de la falta de atención al problema de la producción de alimentos? -En este sentido, yo le hago una crítica al progresismo, porque después de la debacle de 2001 considera que el único problema alimentario es el distributivo. Así han surgido miles de ollas populares y gente comiendo en las calles. El actual gobierno sigue esa línea: se preocupa por la distribución, que, obviamente, es importante, pero no puede pensar en lo productivo. El mundo gourmet muestra una diversificación del gusto, pero, al mismo tiempo, hay una homogeneización productiva. Cada vez se destina más cantidad de hectáreas al cultivo de soja. Está bien: los beneficios son reales. Eso llena las arcas del Estado y hace al aspecto distributivo, pero, ¿cómo sigue esta cuestión en el nivel productivo? Con independencia del mito del granero del mundo, la Argentina produce insumos con poco valor agregado, y ningún país crece sólo con eso, porque la situación actual es diferente de la que se vivía a mitad del siglo pasado, cuando se construyó la Argentina. -¿Por qué tenemos los argentinos tamaña tendencia a la exageración? -En toda la ensayística argentina y en los autores extranjeros que tienen una mirada lúcida sobre nuestro país, se advierte que la Argentina es pura forma. José Ortega y Gasset habló de eso cuando recorrió la pampa: la Argentina intenta ser, pero, como no puede ser, es falsamente. En palabras de Witold Gombrowicz, la Argentina es una masa que no llega a ser pastel. Todo el tiempo tiene el afán de aparentar ser algo, y todo es exagerado. Ahora es el mundo gourmet, pero antes fueron las canchas de paddle o las mesas de pool. Lo que no se puede negar es que los medios se subieron a ese caballo de un modo impresionante: todas las publicaciones tienen una sección de comida o de vinos, incluso las que antes eran revistas de información general. Kant advirtió la cuestión de la subjetividad del gusto y se adelantó a los gastrónomos franceses, que apostaban a una fisiología del gusto en el siglo XIX. Lo curioso es que todos estos gastrónomos que intentaban ordenar el gusto venían del mundo de la ley. Hoy, los críticos de vinos repiten el mismo esquema respecto del modo de beber. Y, además, lo hacen, pero a la manera argentina: exacerbadamente. Hablan de "maridaje", de cómo combinar un plato y un vino, describen el gusto del vino: a madera, a grosella, a tabaco, etc. En definitiva, los críticos funcionan como la publicidad: objetivan los sentidos e idealizan el producto. Pero cualquier intento de ordenar el gusto es un intento fallido, porque el gusto escapa a toda reducción y a toda ciencia. En general, el gusto de uno dice más sobre uno mismo que sobre la cosa que aprecia. Y lo que tratan de hacer los críticos es justo lo contrario: objetivar, como si el gusto tuviera que ser una determinada cosa. -¿Por qué, en la Argentina actual, quien no gusta del sushi es mirado como un analfabeto en cuestiones culinarias? -El sushi apareció como un esnobismo más, del mismo modo que ahora existe el esnobismo de los vinos de postre. El sushi ha quedado impuesto como algo más distinguido que, por ejemplo, la comida polaca. Eso tiene cierta explicación: la comida polaca está muy basada en la papa, que es un elemento barato en la Argentina, mientras que el sushi encierra la sofisticación de comer pescado crudo con un armado especial. Roland Barthes, en Mitologías , habla de la "construcción de los platos", y el sushi tiene mucho de la ambición de querer consagrar lo culinario como algo artístico. Ocurre que el mundo gourmet está absolutamente ligado al mercado y funciona con sus reglas. A mí no me incomoda tanto el auge del sushi como la denominada "cocina fusión", a la que yo llamo "cocina confusión". Eso también tiene cierta lógica para el imaginario argentino, porque lo que ofrece es una mixtura de muchos ámbitos culinarios y uno no sabe bien qué está comiendo. Hay una frase de Miguel Brascó en De criaturas triviales y antiguas guerras que yo siempre rescato: "Ni siquiera somos hijos de las circunstancias, sino de las apariencias", escribió Brascó. Eso es el mundo gourmet. -¿Cómo se resuelve en el imaginario social la contradicción entre las propuestas del mundo gourmet y el mandato de la flacura extrema? -Las clases populares se expresan en anatomías voluptuosas y circunscriptas a la cuestión del alimento como condición del ser, porque quien recoge cosas de la basura necesita sobrevivir. Las clases medias y las altas, en cambio, privilegian la forma y el parecer, es decir, consumen alimentos más digestivos y menos calóricos. En general, el deseo alimentario siempre se corresponde con un ideal estético. -Pero el ideal estético de la delgadez no anula el deseo que nos despierta el chocolate, por ejemplo -Eso es real. Hay una tendencia a comer cosas dulces y no amargas. No es casualidad que la mayoría de las empresas de comida rápida le pongan azúcar a la mayoría de los alimentos, incluidas las hamburguesas y las ensaladas. Lo hacen en función del impulso primario que nos lleva a acercarnos más a lo dulce que a lo amargo. Yo vinculo mucho el tema de la palabra con la comida porque, en materia de sabores, la lexicalización es muy elocuente. Fijate que de alguien agradable se dice que es un dulce; de alguien lindo o deseable, que es un bombón. Por el contrario, para aludir a una persona aburrida decimos que es un amargo. -¿Qué futuro le ve al movimiento slow food , la comida lenta, en su pelea contra el fast food ? -El slow food es una moda y también una cuestión reactiva: lo lento frente a lo rápido. Creo que en la sociedad actual es difícil privilegiar la espera. El orgasmo es la espera más interesante que hay y, sin embargo, esta sociedad lo quiere todo rápido. Yo pienso que el verdadero problema no reside en comer rápido o lento, sino en la decisión de quién come y quién no. Hay un dato que es crucial: en un planeta con seis mil millones de habitantes, la cantidad de sobrealimentados es igual que la de subalimentados: mil doscientos millones. -¿Los militantes del movimiento slow son sólo un grupo de románticos? -Ojalá fueran románticos. Yo creo que el movimiento slow es una tendencia del mercado. En mi opinión, nada que venga del mundo gourmet está libre de una impronta mercantil. La propuesta del slow food consiste en proveer de más posibilidades a este mundo, que mueve una cantidad de dinero infinita. Por Adriana Schettini Para LA NACION
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